Andrea Ocampo, investigadora: “La flaiterización del mundo es una estética triunfante en un contexto de crisis y guerras”.

Andrea Ocampo, investigadora: “La flaiterización del mundo es una estética triunfante en un contexto de crisis y guerras”.

Fotos exclusivas para VisteLaCalle: Constanza Miranda @cotidad

Andrea Ocampo (@andreiii) nació un 18 de abril de 1985, en la población Juan Antonio Ríos (Independencia, Santiago de ), en plena dictadura militar. “Mi mamá –a punto de parir–, tuvo que sacar medio cuerpo fuera del auto con un pañuelo blanco para que ni el ejército ni los de verde les dispararan por el toque de queda”. Sus primeros años de vida estuvieron marcados por los blocks en que vivía, los cuales limitaban con los juegos de fierro, el ancla de Salomon Sack y la pista de patinaje. Eso hasta que a los 14 años su familia decidió mudarse a la comuna de Ñuñoa. “El shock cultural, de venir de un colegio pobre con libreta de comunicaciones Colón a un colegio de monjas con inglés, agenda Pascualina y mochila Il Gioco, fue tremendo”. Un shock que volvería a repetirse cuando pasó de estudiar Licenciatura de Filosofía en la Universidad Arcis a la Universidad Católica de . “De las cadenas y mohicanos punks a compañeros fanáticos de Harry Potter y los cilicios bajo la camisa. Esa sensación entre mundos, me acompaña permanentemente”. Hoy conversamos con la comunicadora, escritora e investigadora de juventudes, cultura urbana y diversidad corporal. 

Antes que todo, quiero decir que he usado tu libro ‘Ciertos Ruidos, nuevas chilenas’ (2009) mucho este último tiempo. De hecho, pienso que se ha convertido en una referencia obligatoria para todas las personas que hablamos sobre las chilenas de los 2000s. ¿Cómo fue el proceso de escribirlo?

‘Ciertos Ruidos’ es un libro que ha tenido una muy buena vida y vejez. Nació cuando el entonces editor de Planeta, Carlos Labbé, me contactó por el trabajo que veníamos haciendo en la documentación de las tribus urbanas en la Revista Indie.cl, una de las primeras revistas juveniles chilenas de Internet y semillero de colaboradores que hoy son artistas e investigadores impecables. Con esa invitación decidí congelar la carrera. Me puse a investigar y leer todo lo que encontraba y podía: desde páginas de Fotolog, grupos de Facebook, perfiles de Myspace, foros, las pocas y humillantes publicaciones que se realizaban en los medios de comunicación y las cero investigaciones académicas que se realizaban entre los 2007 – 2008. 

De hecho, hasta el día de hoy, cuando se escribe en Google ‘tribus+urbanas+chile’ los resultados son casi todos sketch que hacían en esos tiempos animadores de televisión que se reían de las tribus urbanas. 

Era una mezcla entre reportajes sensacionalistas, medio pornográficos e hiper-morales que salían en los diarios, en las revistas couché y los mil y un reportajes televisivos que explotaron hasta el hartazgo el cuerpo pobre y adolescente. Para los medios, las estéticas emo, pokemonas y visual kei eran todo lo mismo. De hecho, aún hay reportajes que se pueden ver en YouTube donde las únicas teclas que tocaban era ‘la falta de amor familiar’, la falta del sentido de la vida y de ‘valores’ (habría que preguntarse cuáles valores), y de haber sido niños (sí, niños) que no trabajaban, ni estudiaban. No se diferenciaban entre sí, les daba lo mismo, porque eran la descripción gráfica del ‘fracaso de Chile’. Hoy en realidad sabemos que el fracaso de Chile viene de mucho antes, de padres y abuelos aterrorizados por la dictadura que evadieron todo lo que pudieron con tal de ‘volver a una normalidad’ imposible, en un país ya intervenido económica y políticamente por los Chicago Boys.

O sea los adolescentes terminaron siendo el chivo expiatorio de los problemas causados por los propios adultos, nada nuevo.

A los cabros, a los jóvenes de las tribus dosmileras, se les mostraba ‘fofeando’ [aspirando aerosoles], fumando marihuana, cigarros, tomando Bola 8 [vino en caja] y haciendo mezclas de Kem Piña, alcohol, jarabe y otros, en las plazas y parques de la capital. Desconociendo –por un lado–,  que estas prácticas en otras geografías eran distintas y a su vez, centralizando el fenómeno sólo en Santiago. 

¿Cómo fue el proceso de entrevistas para el libro?

Salía por las tardes al Portal Lyon, al Eurocentro, al Metro Salvador, a la Costanera Andrés Bello a entrevistarlos. Los grababa con cassettes y volvía a mi casa a transcribirlo todo durante la noche. Fue un ritmo de trabajo brutal. Entregaba dos capítulos al mes y me amanecía escribiendo, cosa que los textos estuvieran a primera hora y así recibir una retroalimentación pronta. 

Recuerdo que, en ese tiempo, algunas de las críticas que le hacían al libro es que estaba escrito de manera muy académica y que por eso no era tan fácil de leer. De hecho, debo admitir que yo no lo entendí muy bien hasta años más tarde, cuando estudié .

El tono del libro está entre la crónica y el ensayo: cité a Daddy Yankee, a Jean Luc Nancy (un gran filósofo francés), a la entonces Beatriz Preciado (hoy Paul), a Hannah Arendt y a Britney Spears por igual. Pienso que, de algún modo, la extensión del clasismo que vivían los adolescentes pobres o de clase media en la calle, me tocó vivirlo a mí como escritora. Se me criticó por “barroca”, por “vieja” (tenía 24 años), por no escribir en un lenguaje ‘que entendieran’ los cabros… como si no fueran justamente ellos quienes hoy siguen leyéndolo y usándolo en sus tesis o trabajos. Desde el 2009 no he dejado de recibir solicitudes de entrevistas universitarias. 

Debe haber sido bien intenso ser la ‘experta en tribus urbanas’.

De hecho, en medio del peak mediático que significó el lanzamiento, a mi ya no me interesaba contar ‘de qué se trataba el libro’ sino por qué era importante y urgente pensar qué estaba pasando en los colegios, en las casas, en las canchas, en las discotecas. Esos jóvenes iban a ser (son) nuestros compañeros de trabajo, nuestros alumnos, nuestros jefes y serían también las autoridades del futuro. Dicho y hecho. Hoy tenemos un presidente con un video viral publicado durante su campaña presidencial cantando ‘Zundada’ (el himno pokemon por excelencia). Tenemos senadores y alcaldes (corruptos y no), que fueron ex participantes de programas televisivos juveniles como Mekano y Yingo. Tenemos políticos que saben perrear; aunque se les nota poco, por las políticas que impulsan.

¿Piensas que las tribus urbanas de ese tiempo afectaron al Chile que hoy conocemos? 

Las tribus urbanas transformaron a Chile para siempre. Gracias a ellas ingresó el fenómeno indeleble del reggaetón a nuestras radios y comunidades culturales; gracias a ellas surgieron nuevos modos de consumo, enfermedades (la enfermedad del beso –la mononucleosis– en tiempos del ponceo fue muy masiva), nuevos modos de considerar el futuro, las narrativas y ficciones identitarias, así como también se adoptaron nuevos estilos capilares y se democratizó –gracias al handmade–, ciertas prácticas costureras en las indumentarias. Desde las tribus urbanas, sabemos que ‘enchular’ nuestra ropa y accesorios es parte de una resistencia a la serialidad, de revalorización de las piezas y personalización cuál lujo a mano alzada. Y eso lo hicieron los cabros pobres de Chile. 

¿Cuál era tu meta central con la investigación?

No sabría decirte. Yo me lo tomé como un desafío en tanto investigación y escritura. Sabía que tenía que documentar no para el presente, sino para el futuro. Y creo que no me equivoqué, porque intuía que muchas de las citas que transcribía se iban a perder, porque los links de los medios y los Fotolog se hacían obsoletos muy rápido. Presentía también que nadie más lo estaba haciendo desde la cercanía, el respeto y la consideración para con los cabros, quienes no tenían cómo disputar el discurso mediático, moral e institucional con el que les pegaban a diario. Ejemplo de eso son los escándalos comunicacionales y de fuerte violencia machista y clasista, como fue el caso del ‘Wena Naty’, la hiper-explotación que se hizo de Natalia Rodríguez a.k.a ‘Arenita’; el caso paralelo (y tan diferente en su tratamiento y oportunidades) ocurrido con Karol Dance y, sin ir tan lejos, la violencia callejera vuelto crimen con Daniel Zamudio. Creo importante recordar que las mujeres y las diversidades sexuales fueron brutalmente discriminadas, estigmatizadas, perseguidas y abandonadas por las instituciones de entonces y de hoy también. Eso no ha cambiado. De ahí que expresiones culturales como el reggaetón tengan en Chile un caldo de cultivo prolífico: en el conservadurismo de su ritmo (es siempre el mismo tumpa-tumpa), se esconde una suerte de provocación y de rebeldía política y moral. Ni antes, ni ahora, los adolescentes y jóvenes chilenos están para cumplirles las aspiraciones a nadie (menos a sus padres o la clase política), no hay tiempo, precisamente porque no se les ha permitido tener un lugar en el presente ni un futuro. 

A pesar de la importancia que tuvieron en su momento yo nunca más vi pokemones. ¿Sobrevivió algunas de las tribus urbanas de esos tiempos?

Lo que vivimos hoy en Chile es el triunfo de lo que en los dosmiles conocíamos como la tribu de los ‘flaites’; flaite fue un adjetivo descalificativo que también tomó ribetes de subcultura al establecer modos de habitar la ciudad, grupos de pertenencia, compartir creencias sobre la vida y la sociedad, así como algunas conductas. Estaban en contra de comunidades de clases determinadas, como de modos de vida, incluso contra otras . Es decir, no sólo compartían una estética, un indumentario y códigos de calle, sino que también compartían un modo de comprender la vida desde la precariedad, la falta de oportunidades, la astucia, la osadía, el peligro. En ese momento, los flaites recibían toda la herencia caricaturesca y telenovelesca de los personajes ‘malos’ o ‘incómodos’. Pienso en ‘El Malo’, el personaje de Daniel Alcaíno, en ‘El Flaco’ de Dinamita Show, pienso en Zalo Reyes y su balada romántica, en ‘Patas de Perro’ de Carlos Droguett. Pienso en las infancias criadas bajo los puentes del Mapocho de los 80s-90s, y al mismo tiempo, en los memes de los Lanzas Internacionales (hoy reactualizadas por la serie ‘Baby Bandito’). Los flaites son más chilenos que los porotos, son los herederos de una tradición latinoamericana del huacho y del pillaje, de los bandidos y el corrido, de las bandas narco, de la cosa nostra y sus producciones cinematográficas. Todo ese universo llega al presente y de algún modo, resiste y se impone en y por la violencia callejera, social, económica, política y cultural. La flaiterización del mundo, de Internet y las plataformas de música mediante, es un hecho; es una estética y política triunfante en un contexto de crisis global y de guerras globales. La violencia cerca y cruza estos fenómenos, no es al revés. No es que Peso Pluma sea responsable de la narcocultura, sino que al revés: es porque la narcocultura existe que es posible asistir a un fenómeno musical como ese.

 

Sin embargo, hoy en día no se habla mucho de ser algo o pertenecer a un grupo sino que de tener una aesthetic.

Para tener la cosa más clara: una estética es más que un filtro de Instagram, hablamos de un modo de interpretación del mundo desde una perspectiva cultural determinada (ya sea sonora, visual, desde el movimiento, incluso desde el consumo y participación). Esa perspectiva entraña un modo de vida y una serie de decisiones desde una visualidad que se va volviendo política, según lo que expresa y cómo lo expresa. Por eso si a alguien le gusta la estética flaite, no necesariamente es que sea flaite. De ahí que el ‘te falta calle’, ‘ese hueón no roa’ o el ser verdaderamente ‘fixa’ sean términos que connotan autenticidad en el contexto de grupos de pertenencia. Nadie le iría a exigir autenticidad a una modelo disfrazada de gothic-lolita, se sabe –en este caso–, que se está siendo explotado el estilo, la indumentaria. Pero a un flaite real G, no vas a ir a preguntarle por qué se viste así o por qué aspira a usar marcas de lujo; simplemente no tienen por qué dar explicaciones y lo saben. 

Aún así, la estética urbana o barriobajera local no es la misma que la que se da en otros países, es una cosa muy made in Chile.

El flaite chileno encripta especificidades que no hay en otros lados y tienen que ver con la reinterpretación de las estéticas globales: pienso por ejemplo en los bling bling con forma de marcos de fotos, donde vemos fotografías de la mamá o las llamadas ‘narco-animitas’, los funerales con fuegos artificiales y el reggaetón chileno, como expresión de comunidad (mucho más extendida que una tribu puntual) tiene un sonido, un timbre, usa palabras y refiere a eventos propios de nuestra geografía.  A pesar que tengamos jóvenes tanto en España, Italia, Puerto Rico, Colombia, México, Argentina que visten de manera similar, es en la detención sobre sus expresiones y productos culturales donde nos podemos dar cuenta de sus diferencias y de la riqueza en términos estéticos y de estilo. Entre poblaciones cercanas pero distintas, el flaite chileno está más cerca del reggaetón y las prácticas de la vieja escuela puertorriqueña que del corrido tumbado mexicano, del trap villero de la escena argentina o del flow romántico, suave y la estética corporal colombiana. El problema, no obstante, sigue siendo el mismo: tal como lo hicieron con los pokemones, visual y flaites de entonces, hoy los medios se abocan a documentar el fenómeno cultural del movimiento urbano chileno, pero no desde un interés sincero o responsable, no desde una perspectiva transformadora que quiere comprender, preguntarse, darle voz y representación a los jóvenes. Lo que el mundo globalizado hace es utilizarlos para el click bait y así para mantenerse actualizados, ampliar audiencias en redes sociales y estrujar hasta el hartazgo el cuerpo y vida de jóvenes y adolescentes pobres que –siguiendo la senda de estrellas como Bad Bunny– han encontrado en la música un modo de sobrevivir y conseguir lo que la sociedad les bombardea desde su infancia: el éxito económico.

Y, aparte de los flaites, ¿quedan otras tribus urbanas?

Podemos ver que en Chile siguen existiendo las comunidades de Visual Kei, encuentros y ferias otakus; sigo viendo a los mismos chicos que bailaron en mi lanzamiento –por ejemplo–, asistir a sus eventos, caracterizarse como sus animés favoritos y reforzar incluso esas estéticas con nuevas influencias como lo es el Kpop. La fuerza del K-world es muy impresionante, no tienen límites etarios ni idiomáticos; sus comunidades son tan poderosas que traen a sus artistas del otro lado del mundo, abren emprendimientos de accesorios, cafés, restaurantes, ropa, etc. Veo también una suerte de herencia y ampliación en este tipo de grupos, por ejemplo: algunas niñas gothic-lolitas de los dosmiles y que hoy tienen hijas, las visten y fotografían como ellas mismas lo estuvieron antes. El fenómeno Funko, por otro lado, también muestra una sensibilidad y afán de coleccionismo de estas piezas que son medio infantil y medio japo, a pesar de ser adquiridas mayoritariamente por adultos. 

Hablaste anteriormente de tu Revista Indie.cl, que dirigiste entre 2005-2010, es decir plena era hipster, Zooey Deschanel, bigotes tatuados y bandas con futuros hombres funados. ¿Cómo inició este proyecto?

Comencé a editar en Indie.cl el 2004, cuando renuncié a la Zona de Contacto de El Mercurio. En esos años, los lectores leían y comentaban las publicaciones, peleaban por el contenido de los mismos; había una práctica lectora que nos decía que valía la pena publicar columnas, cuentos, entrevistas, reportajes, ¡poesía!, crítica de teatro, de cine, de libros. 

¿Qué diferencias puedes notar entre el contenido cultural que se consumía en ese tiempo y ahora?

Hoy, si bien todo el día estamos leyendo redes sociales, la atención lectora se ha encogido y los medios de comunicación sufren la enfermedad del clickbait, de cómo hacerte dar click para después cobrar por publicidad. A su vez, caen en desmedro los contenidos y se impone toda la estructura del marketing, el posicionamiento web y toda esa ingeniería de datos que parecen relevantes para la sostenibilidad de una publicación digital. 

Parece que se ha vuelto más ‘profesional’ la cosa.

Sí, pero no todo lo que ha pasado ha sido mejor: a las mujeres en los medios de comunicación y aún más a las que hacemos crítica cultural, nos sigue costando el doble o triple encontrar dónde publicar, porque los pocos espacios que hay están ocupados y pareciera que sólo los hombres saben de música o apreciar espectáculos. Muchos siguen protegiéndose en clubes de Toby más o menos matonescos según quién se les enfrente. Fenómeno eminentemente cultural y social,  que –me atrevo a decir–,  sucede porque carecen de educación afectiva y comunicacional. No saben vincularse con mujeres como un igual, como un par en derechos y deberes. Tenemos un problema social, de género y político que, probablemente para ellos no sea evidente.

Los medios en consecuencia, siguen reproduciendo el clasismo y la discriminación: vean los diarios y revistas. Hay una absoluta carencia de representaciones de migrantes, de pueblos indígenas, de mujeres populares, de disidencias, de personas mayores, de infancias. Además, tampoco existen decisiones corajudas para dejar de operar y trabajar bajo la ley del pituto (que en otros países es considerado fraude laboral), lo que establece medios clasistas, escritos para y por la misma clase social y económica dominante. Entonces, ¿qué tipo de representaciones y contenidos esperamos? El problema es que todo esto merma en la forma en que la sociedad concibe el mundo, por eso, mientras la creación de un medio de comunicación sea un apostolado sostenible sólo por la salud mental y dinero, de sus fundadores, seguiremos sumidos en la publicidad y en la republicación de notas. 

Súmale a eso el terrorismo televisivo que tiene a todas las personas mayores de Chile al borde del colapso y pensando que ‘pobre mártir y San Piñera’ post-accidente aéreo. Vivimos en esa ficción. Pero quienes escribimos somos capaces de otras ficciones; en ese sentido, es evidente que al poder (o los poderes) no le convienen los medios de comunicación independientes, ni los artistas, escritores y pensadores independientes: no son un negocio, no enriquecen a nadie.

Al revisar tu trabajo, has hablado harto de una suerte de progresiva liberación sexual de las generaciones más jóvenes. Sin embargo, hace un tiempo han comenzado a salir estudios que concluyen que la generación Z es cada vez más conservadora (en comparación con la millenial), en especial en cómo se relacionan sexualmente, llegando incluso a hypear ritos antiquísimos como el matrimonio.

No sé si haría extensivo ese estudio a nuestra sociedad, porque sus muestras son todas del primer mundo, en países con problemas del primer mundo también. Latinoamérica sería el cuarto mundo. Pensemos, por ejemplo, en lo ocurrido con Bad Bunny, una estrella del reggaetón que ha llevado la música latina a la primera línea de los rankings mundiales, cargando a nuestras palabras soeces de una fuerza geopolítica y cultural impensada. Líricas como ‘si tu novio no te mama el culo, pa’ eso que no mame’ [Safaera] han repercutido fuertemente en los jóvenes y adolescentes de la generación Z de acá. Cantarla y bailarla hasta el hartazgo connota que algo hay en ella que hace sentido y tiene que ver con la precaria educación sexual y emocional que han recibido, pero también con un sentido de justicia gozosa: qué es lo que debo recibir si doy placer, es decir, de alguna manera habla sobre reciprocidad. El reggaetón entonces está cumpliendo funciones pedagógicas que no tiene por qué cumplir, ocupa los espacios donde no llegan las políticas públicas o los padres y destina así prácticas sexuales de generaciones de padres, hijos y pronto, nietos. Por eso es importante dejar de tomar por obvio expresiones culturales que no tienen nada de obviedad. 

También creo que esta pregunta puede ser respondida de otro modo: pareciera bastante evidente que, a mayor avance de las políticas y movimientos feministas en el mundo, la política conservadora y masculina se encostra y endurece, haciendo emerger en redes sociales a influencers y pseudos-gurús de la autoayuda para el varón promedio. No es anodino que, a mayor avance en términos de derechos, libertad y autonomía en conductas y costumbres, por parte de las mujeres y disidencias, se refuerce la mofa, el desprecio, la misoginia y por supuesto, el machismo, como si fuese un santo y seña para reconocerse entre pares, igual de frágiles entre sí. Por lo que, si anteriormente la rebeldía se dirigía contra los padres, hoy pareciese que esa rabia se dirige entre sexos, algo que me parece riesgoso para las mujeres. Pero hay un dicho que señala ‘para hacer tortilla, hay que quebrar huevos’; esa provocación es la que permite ir corriendo el cerco de la tradición y la moral conservadora. Nadie dice que transformar la sociedad vaya a ser fácil, quizá nunca lleguemos a verlo, pero sólo será posible si avanzamos con el otro, incluso con aquellos que resisten a moverse o perder privilegios. 

Hace poco Alberto Mayol publicó una columna criticando a Peso Pluma y al género urbano por todos los males actuales de Chile básicamente. En ese sentido, ¿crees que el conservadurismo del que hablabas, se ha infiltrado también en los hombres y mujeres que se supone son más ‘liberales’?

Sobre la situación de Alberto Mayol escribí latamente un ensayo y no le daría más pantalla. Ahora, me parece irreal decir que los varones del género urbano son machitos conservadores y que las mujeres son feministas, no es así. La escena urbana chilena se desarrolla en un contexto latinoamericano de precarización y subdesarrollo en poblaciones, barrios, caseríos sin derechos sociales y culturales garantizados. El reggaetón, en ese aspecto, posee un sonido conservador que a grosso modo no experimenta mayores transformaciones, pero que ha democratizado el acceso a su producción mediante softwares y plugins, y su verdadera potencia residiría en su lírica sexualizada y desenfadada. La historia del reggaetón en nuestro país es distinta a la de otras latitudes: los pokemones nos lo trajeron de la mano de la exploración sexual, corporal y de género. Por los dosmil y algo, ya podíamos ver chicos perreando con chicos y chicas perreando a chicos, lo activo y lo pasivo como elementos constitutivos del perreo pasaron de largo en Chile. Y esa herencia lleva consecuencias como, por ejemplo, cantantes como Young Cister hablando sobre emociones y salud mental, un Gino Mella llenando tres Movistar Arena al hilo mientras canta cómo se siente cuando se le viene la tristeza o ‘el carro’ encima. Te gusten o no sus canciones, le permiten a los adolescentes hacer catarsis y expresar emociones que, de otro modo, serían reprimidas por el hiper masculinismo de la misma escena.

Pero no queda ahí. Al mismo tiempo, coexisten en este panorama viejas prácticas pasadas a tufo: hombres que hablan, cantan y colaboran sólo con hombres; varones permitiéndose ser mediocres artísticamente, otros que le restan valor y apoyo a las mujeres y disidencias que también hacen música. Mientras ellas intentan equilibrar una serie de demandas extra musicales, hacer redes y al mismo tiempo, verse deseables y quitarse de encima el estigma del feminismo, tanto digital como histórico, ese que indica que las feministas son lateras, feas, incogibles. Pero creo, es el mismo oficio el que les va mostrando que no corren en igualdad de condiciones esta carrera ‘por pegar’ sus singles. Y no es justo para ellas, como tampoco lo es para todas las mujeres que habitan la escena urbana. 

Pero anteriormente dijiste que lo flaite o urbano chileno tenía sus propias características y, por tanto, podría responder de diferente forma a las exigencias machistas del sistema.

El machismo presente en algunos representantes del género urbano local responde a diversos tipos de violencia por las que ellos también son atravesados, como la violencia económica, física, psicológica, de clase y/o la violencia policial… violencia a la que responden con violencia de género y eso no les exime de responsabilidad, pero sí nos da un modo de comprender el fenómeno. A esto hay que añadir que son ellos quienes glorifican el rol de sus madres en su vida, a quienes les dedican canciones y compran la casa propia a la vez que van acuñando sus primeros bling bling. Por tanto, la figura de la mujer en la música urbana se debate entre la santidad de la madre y la locura de la prostituta (‘la maldita’, ‘la tóxica’), pero aún no inauguran un espacio intermedio donde ellas sean simplemente personas, compañeras y colegas: una par. Eso hace que su masculinidad tóxica se imponga violentamente en momentos de desajuste, crisis identitaria y caída de sus relatos varoniles. 

Has sido una activista en el movimiento de los cuerpos gordos en Chile. En ese sentido, me gustaría preguntarte por lo que está pasando ahora en Hollywood, con el Ozempic, ese medicamento creado para diabéticos que reduce el apetito, pero que ahora toman varias celebridades para estar flacas. ¿Crees que el acceso a esta pérdida de peso artificial puede afectar el movimiento Body Positive?

No me siento cercana al Body Positive, principalmente porque me parece que le ha hecho tremendo daño a los feminismos, al sostenerse sobre una apariencia comunitaria, cuando es sólo una estética de autoayuda capitalista e individualista que busca la aprobación del otro mediante el reforzamiento de cánones estéticos hegemónicos. Yo me siento más cercana a las ideas del feminismo gordo, que es parte de un entramado de líneas de pensamiento decoloniales, antirracistas, anticlasistas y una serie de categorías y palabras difíciles más. El feminismo gordo, no obstante, también tiene problemáticas y limitaciones que comparte con otros activismos. Hay que aprender a surfear entre las dificultades, comprendiendo que estamos en pleno avance de la ultraderecha latinoamericana y que probablemente sean los feminismos los únicos capaces de ponerle barreras al fascismo… siempre con un alto coste personal, pues cada mujer que lucha se vuelve un objetivo para todo tipo de agresiones.

En ese sentido, la aceptación acrítica de planteamientos del Body Positive, como del feminismo gordo, no puede encallar en la vulneración de derechos y de la voluntad de nosotras mismas. Un movimiento social no pierde fuerza porque las personas que lo promueven cambian su apariencia, precisamente porque no reside en esto nuestro valor como seres humanos. Las mujeres que adelgazan con las inyecciones, cirugías y/o dietas siguen sujetas a la violencia gordofóbica: ésta es una violencia estructural que no tiene fin, en ella hemos nacido, con ella nos han formado y deformado. Mientras esa violencia permanezca incólume no cesarán de aparecer movimientos, filosofías o líneas de investigación que insistan en desmontarla, acción que no se realiza solitariamente, sino que junto y con otras, sean amigas o no. 

Por otro lado, digámoslo: la salud –que no es un derecho garantizado para las y los chilenos–, es una dimensión importante para nuestra vida, pues es la que nos permite seguir viviendo o sobreviviendo. Así de simple. Mi propia vida ha estado en jaque por no hacerme cargo, lo que me ha llevado a repensarlo todo. No tengo conclusiones, pero sé que si la teoría no me permite sobrevivir a las consecuencias de esas decisiones, abandonos o descuidos, esa teoría no me sirve. No podemos olvidar que los feminismos buscan liberarnos, no someternos a preceptos que se instalan como prejuicios. Al menos yo busco cuidarme para habitar este cuerpo que soy y decidir sobre él, no al revés. Pero siempre vivaldi: la salud es también una industria y funciona como tal.

Sé que todo esto suena fácil y no lo es. Hay que reconocer que es un asunto de clase: se es gordo –mayoritariamente– por una cuestión de acceso y economía alimentaria. La pobreza engorda porque no se tiene acceso a alimentos de calidad, a una cultura y educación alimentaria, a servicios de salud, a tiempo libre. No se le puede pedir a familias empobrecidas que saquen tiempo y espacios de recreación de la nada… sigue siendo más barato un Kapo y unas galletas a una bandeja de frutas, frutos secos y carbohidratos integrales para el recreo de tu hije. Sólo elige vivir sano, quien puede darse el lujo de elegir y ninguna política de Estado ha puesto ésto sobre la mesa. Todo sumado a frases que ya son parte del sentido común como ‘no se opina del cuerpo ajeno’ nos marca límites de lo aceptable, lo necesario y lo mínimo que podemos exigirle a las teorías, a sus éticas y activismos.

No podía dejar pasar esta ocasión sin preguntarte sobre momentos que se han hecho virales, como tu análisis a la masculinidad chilena o tu título de ‘experta en reggaetón’, y que han significado una lucha contra los trolls (qué cringe decir troll ahora), de Internet. 

Primero decir que el GC de ‘Experta en reggaetón’ no fue mi responsabilidad. Yo jamás me presenté a TVN así, pero existe la mala maña de los colegas periodistas de llamar a sus fuentes ‘expertos en…’ y así es como me regalaron este mote con el que he cargado años de años. En un comienzo esto me enfureció mucho, porque venía asociado con una violencia clasista, misógina y gordofóbica horrible (una que no sufriría un gordo especialista en rock o en jazz, por ejemplo). Hoy lo acepto como una misión: la de insistir en pensar de día lo que bailamos de noche. Y la verdad, es que esto tiene mucho que ver con todo lo que hago: me tomo en serio lo que pareciera chacota, obvio o pasa desapercibido. 

¿Cómo respondes a la crítica, en especial la digital?

Responder entrevistas o intervenir públicamente, ha sido un ejercicio altamente riesgoso, me han dicho de todo, hasta me han amenazado de muerte. Y esa violencia hace replantearte lo que estás haciendo, porque por lo pronto el mundo no va a cambiar, muy pocas personas viven o comprenden lo que tú experimentas y sólo una es quién puede cuidarse. Ahora, cuando me ha tocado volver sobre esas entrevistas, no logro sentirme arrepentida; mas bien pienso que esas agresiones por Internet me terminan dando la razón. Aparecer tiene costos, para los personajes públicos y también para anónimos. Pensemos en el caso de las miles de denuncias que realizamos en PDI todas aquellas a quienes nos robaron fotos íntimas o privadas y que terminaron siendo publicadas en los foros y canales Telegram de Nido.org (2019). A 5 años del caso aún nadie nos entrega información, ni sabemos qué ha pasado con la investigación. La violencia digital permanece en la total impunidad porque no contamos con un sistema legal acorde a nuestros tiempos, entonces, sólo nos queda la autodefensa y el autocuidado: nunca les voy a permitir que hagan lo que quieran con una. Por mi, por mis compañeras y también por esas niñas que están recién aprendiendo a utilizar un celular. 

¿Qué has aprendido de todas esas experiencias?

Todo esto me ha agotado un montón en términos emocionales y me ha enseñado que quienes hacemos crítica cultural e investigamos no podemos ser centro de nada, ni esperar mucho de nadie tampoco. El famoso autocuidado, no sólo significa dormir 8 horas diarias, comer bien y hacer actividad física, significa saber darle espacio a nuestros intereses, dimensiones y expectativas. Poner límites y volverse más disciplinada con el cuerpo, con el trabajo, con las emociones, con los seres que queremos. He aprendido también que hay momentos para intervenir públicamente y hay otros para pasar piola paseando al perro, mirar desde la esquina, reírse y lamentarse también de esta tragedia griega y reggaetonera llamada Chile.

Comentarios

Diego Ignacio Ramirez
Diego Ignacio Ramirez
Ex bebé / sociólogo / escritor @diegoignacioramirez

También te puede interesar