El 18 de octubre de 2019 será recordado como el día en que en nuestro traje, confeccionado hace 30 años, reventó la primera puntada de sus costuras. En un efecto dominó, comenzaron a rasgarse las puntadas que seguían, y pronto el traje completo quedó deshecho. Mangas por aquí, solapas por allá, nos dimos cuenta de que el traje era producto de la más paupérrima de las técnicas y de materiales carentes de toda nobleza. Muchos ya lo sabían, pues el traje nunca los había arropado apropiadamente, o simplemente no les quedaba, obligándolos a andar desnudos.
Para quienes entendemos el mundo a través de la indumentaria, esta metáfora nos revela la importancia del tránsito histórico en el que hemos sido colocados: el traje descosido no es muy diferente de un sistema que, con el pasar de los días, continúa siendo objeto de una crisis completa. Es verdad. Nos ha invadido la sensación de que estamos viviendo ese momento clave sobre el que leímos en el colegio, en que un orden se echa abajo y se abre la posibilidad de “diseñar un traje nuevo”, con puntadas fuertes, telas dignas y cortes que favorezcan. Sin embargo, este traje no sólo sirve como metáfora. También es el punto de partida para que nos preguntemos qué rol ha tenido la indumentaria en las injusticias sociales de las que estaba hecho el “traje viejo”, y si deberíamos cambiar la forma en que nos hemos procurado la vestimenta, así como de dónde y por qué razones.
Es aquí cuando la palabra “moda” ingresa obligatoriamente a nuestra reflexión. La moda es el sistema de producción y uso de indumentaria predominante entre nosotros. Tiene características muy particulares: está dotada de una lógica interna que programa sistemática y regularmente el cambio de su contenido, tiene sus propias dinámicas de producción y consumo, y se encuentra situada en la modernidad occidental. Su historia nos dice que “responde a unas bases de tipo económico que no suponen ninguna contradicción con los mecanismos propios del sistema capitalista” (Rivière, 1977), gracias a lo cual ha logrado ser adoptada por buena parte de la población mundial, a través de un proceso “democratizador” que ha permitido acceder a prendas de una calidad (al menos) media, a un precio por el que antes era impensable acceder a indumentaria en absoluto. Así, las personas sostienen la ilusión de estar ejerciendo un derecho fundamental: la libertad de acceder, a través del consumo, a indumentaria digna.
Sin embargo, poner a este proceso bajo la lupa nos llevará a desengañarnos. Iniciada en el seno de la Revolución Industrial, y dado el advenimiento de la burguesía como clase dominante, la universalización de la moda, más que a una concesión democrática que otorgó este sector que ostentaba el privilegio del vestir digno, ha respondido desde entonces a la necesidad comercial de hallar nuevos mercados donde transar “la última novedad”, afanándose por hacer desaparecer a los vestires preexistentes, esos que nunca fueron moda, tildándolos de “poco elegantes” o “primitivos”, e imponiendo un solo modelo correcto. En este entendido, la creencia de estar ejerciendo la libertad de acceso a indumentaria digna queda en entredicho. Los derechos fundamentales se caracterizan por no estar sujetos al cumplimiento de una obligación para poder ser ejercidos, sin embargo, en vista de cómo funciona la moda, pareciera ser que sólo podemos acceder a indumentaria digna en la medida en que nos obliguemos a sostener los intereses de una industria privada (Rivière, 1977). Lo anterior sólo empeora al considerar que, incluso
“democratizada” la moda, todavía subsiste su aptitud de dispositivo discriminatorio por clase, género, raza y cuerpos no hegemónicos; sin contar, por supuesto, las antidemocráticas formas en que las prendas de moda son, en la mayoría de los casos, producidas (Hoskins, 2017; von Busch, 2015).
Ciertamente, el derecho a la vestimenta digna es algo distinto. Reconocido internacionalmente en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, es situado en importancia junto a necesidades humanas tan básicas como la alimentación y la vivienda, por cuya satisfacción el Estado siempre debe velar, en especial cuando se trata de grupos históricamente desfavorecidos. Aunque el significado de los calificativos “digna” o “adecuada” parezca oscuro, en base a diversas Observaciones Generales emanadas del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas, la entendemos como aquella que cumple copulativamente con los requisitos de disponibilidad en cantidad y calidad suficiente, accesibilidad a través de precios bajos o entrega gratuita por parte del Estado, prohibición de discriminación arbitraria fundada en el uso de ciertas prendas, sustentabilidad en su producción y adecuación propiamente tal, requisito que
incluye a su vez la adecuación al usuario en términos culturales, de identidad de género, corporales, de estado de salud, entre otros.
En un Chile donde tenemos la oportunidad de consagrar nuestros propios derechos desde cero, concebir a la vestimenta digna como un derecho, de forma contraria a lo que ocurre en el sistema de moda, es obligatorio. Sin embargo, no puede negarse lo difícil que resulta pensar en el fin de la moda, tal como resulta difícil representar el fin del capitalismo (Fisher, 2016).
La invitación es, entonces, a desacralizar, a no temer y a inventar. Desacralizar, porque ya es hora de quitarle a la moda su poder como institución social intocable, aparentemente eterna, proveniente en gran parte de la fascinación y ceguera que nos producen sus fantasías y artificios. No temer, porque el miedo a no pertenecer, a no ser admirado, son el combustible de la moda. Inventar, porque el ingenio humano alcanza para desmantelar cualquier estructura añeja y construir en su lugar una nueva, completamente distinta, verdaderamente justa. Un traje, en suma, bien hecho, tanto en la metáfora como en la realidad.
Fotos: Wikipedia.