Entrar a un taller de costura es como entrar a un diario de vida o una colección personal de objetos preciados -esa que uno guarda bajo llave en el velador-. Llenas de autenticidad, de caos, de intimidad y de amor, mucho amor. Pequeñas habitaciones que te hacen viajar en el tiempo: pasado por esas prendas que nunca se retiraron, futuro por esos retazos que pronto tomarán una nueva forma, y presente porque detrás del ruido de la máquina siempre están sus manos: las de modistas, costureras y reparadores chilenos. Hoy, tres de ellos nos comparten su historia, esa que aún pasada su edad de jubilación, sigue escribiéndose entre las telas.
Las manos mágicas de “El Chino”
Eduardo Espinoza (77), más conocido como “El Chino”, lleva 65 años como reparador. Por sus manos ha pasado todo tipo de prendas: pantalones, trajes de baños, fajas de látex, parkas, cascos de bicicleta, y lo que llegue al local 21 de Providencia 1622. Incluso en su tiempo libre sus manos no dejan de reparar; acompaña a un amigo los domingos a arreglar un auto, porque —reparar es lo mío —, dice Eduardo.
—Podría decirse que sus manos son mágicas.
—Felizmente puede decirse que si —nos responde con una sonrisa—, si me dicen que lo haga, yo lo hago. Lo que quieran ellos, porque estoy entregado a mi trabajo más que a ninguna cosa.
Partió su carrera a los 12 años, pero incluso desde antes supo que eso era lo que le gustaba. Creció en Llanta, un pueblo minero en la región de Atacama donde mes a mes iba un sastre a hacerle ropa a la gente,eso lo inspiró a aprender de sastrería, pero su pasión la encontraría más tarde en la reparación y compostura. Estudió primero en la Escuela Técnica de Serena, y después en la Escuela Nacional de Sastrería en Sierra Bella. Hoy, ninguno de estos establecimientos existe.
—El gran error de la educación fue dejar sin escuelas industriales, porque proveían de personas para las industrias, ahora todo lo traen de afuera —dice Eduardo mientras sus ojos se desvían al suelo—. Hicieron de Chile un mercado Persa.
A sus 76 años, comienza a evaluar la posibilidad del retiro. ¡Pero cómo vas a retirarte si esto es lo que más te gusta! —le dicen sus clientes. Pero los ojos de Eduardo comienzan a sentir el paso de los años. Por el momento decidió dejar el zurcido de lado para continuar sólo con su pasión: las reparaciones.
Entre hilos y pizarras
A sus 11 años, Maria Itzia Jimenez Alfaro ya tenía claro que quería para su futuro: ser profesora. Había llegado a sexto básico y lo que seguía era postular a la Escuela Normal de Preceptoras, pero entonces sonó el teléfono de su casa.
—No tiene los dedos para el piano —le aseguró la profesora a su mamá por teléfono.
Años más tarde “la Mary” (72), como le dicen sus amigos, le demostraría lo equivocada que estaba.
Pasó por tres colegios y fue profesora en el AIEP, hizo cursos FOSIS del gobierno y le entregó herramientas de confección y costura a cientos de mujeres. —Si no haces las cosas con amor no te van a salir. Yo tengo que poner todo lo mío, toda mi actitud, mi amor, al trabajo que yo hago —ese fue el mensaje que transmitió durante sus 60 años de carrera a todos sus alumnos.
Su madre era aparadora y su deseo siempre fue el mismo: que sus hijos aprendieran algo para poder ser más independientes económicamente. La Mary lo logró con creces, pero el camino no fue fácil, supo encontrar en la moda el vehículo para lograr sus sueños.
A los 12 años fue a dar su exámen de admisión a la Escuela Técnica de Aplicación, donde pasó por distintos talleres: tejido, bordado a máquina, moda infantil, adulta y alimentación. Le gustó. Pero cuando entró al mundo laboral se dió cuenta que su pasión continuaba en las aulas. Así que dió la prueba de aptitud y postuló a la Universidad Técnica del Estado para estudiar Pedagogía en Vestuario y Educación Técnico Manual. Ahí se enamoró.
El Golpe de Estado detuvo su carrera. Eliminaron horas en los cursos técnico profesional y quedó sin la posibilidad de terminar sus estudios. Años más tarde, y luego de pasar por industrias textiles como La Scala y Bercovich, obtuvo una suplencia en la Escuela Fundamental de Adultos, donde pudo regularizar su carrera y, por fin, sacar su título. Así comenzó su historia como profesora de vestuario.
Hoy, fuera de las salas, trabaja desde su casa confeccionando sobre todo, delantales para profesoras de los colegios donde trabajó. Se siente feliz de lo que ha logrado, dice que de niña nunca imaginó que iba a ser capaz de manejar o dar clases en la universidad. Entre hilos y pizarras, logró hacer de su vida, esa que siempre soñó.
Un amor para toda la vida
Nacida entre máquinas de coser y producto de una tradición familiar de costureras, era imposible que Rosa Sepúlveda (69), no se enamorara del mundo textil.
—Mi mamá y abuela trabajaban en esto, entonces siempre me gustó. Así que estudié moda en un liceo técnico en Rancagua —recuerda Rosa.
Trabajó 30 años para empresas antes de independizarse. Su primer taller por 12 años estuvo en Pocuro con Pedro de Valdivia y luego decidió cambiarse a la Galería Madrid (Av. Pedro de Valdivia 1783), donde desde hace 8 años, llega sagradamente de lunes a sábado a las 7 de la mañana. Su hogar se encuentra allí: entre telas y retazos.
—Yo creo que cuando no pueda pescar una aguja, cuando no me de más, voy a pensar en retirarme. Pero hasta el momento aún no lo he pensado —nos cuenta Rosa mientras prepara una de las prendas que debe terminar hoy. Son al menos 10 entregas las que hace por día y el teléfono sonó 2 veces en los 30 minutos que la acompañamos.
Nunca se casó ni tuvo hijos. Pero encontró el verdadero amor en su profesión. Si fuese por ella, trabajaría todos los días. Incluso en vacaciones extraña estar en el taller.
—Mi vida está acá –—dice Rosa mientras observa su taller —. Eso es lo que pasa. Nunca he ambicionado otra pega, esto es lo mío, lo llevo en la sangre.