El siglo XVIII fue el siglo del Rococó. En Europa, este estilo se vio representado en diversas manifestaciones artísticas. Aunque ninguna tan extravagante como los peinados de la época.
A fines del siglo XVII en Francia, las pelucas empezaron a ser populares entre los hombres gracias al reinado de Luis XIV, el rey sol. Debido a la disminución de su cabello con los años, el rey, preocupado de que la calvicie pudiese afectar su reputación, contrató a 48 peluqueros que lo ayudaron a crear sus pelucas. En Inglaterra, Carlos II hizo lo mismo. Cuando su cabello comenzó a ponerse gris, contrató un séquito de peluqueros que se ocuparon de revitalizar su imagen.
Las pelucas de Luis XIV se caracterizaron por su estilo cargado de bucles. Largas y blancas, las pelucas recién comenzaban a hacer su aparición en el mundo noble europeo. Para alcanzar el blanco deseado, los hombres empolvaban sus pelucas, cubriendo su rostro con un cono de papel. Los hogares de las familias nobles contaban con un toilette, dedicado especialmente para que los hombres se acondicionaran la peluca. No obstante, rápidamente entrado el siglo, las mujeres empezaron a formar parte de estas prácticas también, llevando el uso de la peluca a su máxima expresión.
Hacia la segunda mitad del siglo, las féminas empezaron a usar pelucas al igual que los varones. La llegada al trono francés de Luis XVI en 1774 tendría como consecuencia el apogeo del estilo rococó en los peinados femeninos, gracias a nada menos que su esposa, María Antonieta. A medida que los años pasaban, y también, mientras María Antonieta ganaba popularidad entre las damas de la corte, las pelucas fueron elevándose cada vez más. A diferencia de los hombres, las mujeres empolvaban sus pelucas con polvos de colores pasteles, sobre todo rosa, violeta o azul.
Las pelucas se convirtieron en un indicador fidedigno de la posición social de la mujer, no solo como componente estético, sino también por los materiales que se usaban en la elaboración. Las mujeres más adineradas podían costear mejores y más variedad de materiales. Además, el cuidado e implementación de las pelucas no estaba a cargo de la mujer misma, sino del peluquero, por lo que la mantención requería de un artista que se las ingeniara en crear la peluca más extravagante y en cuidarla mensualmente, y a veces, diariamente. En esto, la líder siempre fue María Antonieta, que junto a su peluquero Leonard confeccionaba el peinado más novedoso día a día. Las modas rápidamente se expandían gracias a las damas de la corte, que copiaban todo lo que María Antonieta usaba.
Las pelucas estaban habitualmente hechas de pelo humano, pero también se incluían pelos de caballo o de cabra. Su popularidad entre los nobles europeos de la época provocó un cambio en varias industrias. Los barberos, habituados a modelar barbas y hacer cortes de cabello, se vieron obligados a adaptarse a los requerimientos de los clientes, y por lo tanto, a confeccionar y mantener pelucas. Al mismo tiempo, los sombrereros vieron una abrupta disminución en sus ventas, porque los hombres empezaron a querer lucir sus pelucas en lugar de comprar sombreros. Por esto mismo, los sombrereros tuvieron que proponer nuevos diseños que fueran en conjunto con las pelucas.
El fenómeno de las pelucas llegó incluso hasta el robo callejero. Como tener pelucas era tan costoso, se hizo común en la época el robo de pelucas en la vía pública. El modo de proceder más conocido, documentado años más tarde por el escritor inglés William Andrews, situaba a un niño encima de una bandeja de carnicero transportada por un hombre sobre el hombro, desde la que el niño agarraba la peluca, y cuando la víctima se daba vuelta, era interceptado por un cómplice que pretendía asistirlo mientras el supuesto carnicero escapaba.
Sin embargo, no todo es color de rosa. La moda de las pelucas rococó trajo consigo problemas de salud, manifestados en la inflamación en las sienes y los constantes dolores de cuello que sufrían las mujeres, que tenían que cargar con demasiado peso sobre su cabeza. Sumado a esto, cuando viajaban en carrozas, las mujeres tenían que doblar su cuello durante todo el viaje para que el peinado no se estropease.
No obstante, con la revolución francesa, el reinado de las pelucas terminó. El siglo XIX trajo consigo los peinados naturales, y desde ahí, la peluca se adaptó para fines más útiles que estéticos, o incluso, para fines decorativos en los disfraces. Desde ahí, el estatus nobiliario de las personas no volvería a ser medido por su peluca.
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